Relato: "Mi mejor Maestro"

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Mi mejor Maestro

 

La verdad es que, hubo en mi vida de estudiante y posteriormente como profesional, muchos buenos Maestros, que merecerían ser relatados por mí. Hay uno, en concreto, que cuando yo estudiaba bachillerato, me dejó a mí y a muchos de mis compañeros, un grato y memorable recuerdo.

Don Roberto, como a él gustaba le llamaran, era de estatura baja y complexión extremadamente delgada, embutido un traje impecable aunque algo raído, bien peinado aunque sin demasiado pelo, solo lo imprescindible, los zapatos relucientes, la camisa muy blanca aunque le sobraba la mitad del cuello, su corbata buen anudada y siempre limpio y aseado.

Nos contaba, que de pequeño lo habían metido para “Cura” en el Seminario y debido a que la sotana le quedaba muy larga, decidió que no era lugar para él. Dado su mal latín y su poca salud, sus padres lo enviaron a vivir con una tía, hermana de su madre, casada con un veterano de la división azul, con los que seguía viviendo junto con la hija de ambos, hacía ya diecinueve años.

Era soltero comprometido, pues contaba que siendo muy joven tuvo una novia natural del pueblo de Ronda, y que durante su noviazgo había desaparecido misteriosamente sin quedar rastro de ella. Por ello, él, estaba convencido que alguna vez podría aparecer, motivo por el que guardaba esperanzado, su amor prometido.

Nos daba clases de Matemáticas, que por aquel entonces era la asignatura de “muerte súbita”, y era ten exigente y observador, que sabía en todo momento quien había estudiado o no, quien sabia un fórmula desarrollándola o de memoria plena, en cuyo caso al susodicho, le trataba mentalmente al terminar las clases hasta que conseguía  un razonable desarrollador del problema o formula. Eso, si no lo había conseguido con la participación de los que por el contrario, sí que parecía lo habíamos conseguido.

A Don Roberto, que hubiéramos observado alguna vez, nunca pudimos verle comer otra cosa que una taza de café bien cargado, con leche, y un buen cigarro largo de PARTAGAS, que tenía un aroma extraordinariamente fuerte. Puede que esta dieta, lo mantuviera siempre despierto, pues presumía de dormir escasamente tres horas al día, siempre dedicado a la lectura, incluso cuando iba de paseo.

Su clase de Matemáticas era implacable y efectiva, e incluso, le daba tiempo a comentarnos sobre Historia, Geografía, Literatura, Latín o algún partido de futbol.

Este hombrecillo, era para todos los de la clase, una enciclopedia viviente y matemáticamente ordenada. Conjugaba una fórmula con su historia y su personaje postulador y con su designación en griego (Pitágoras con su teorema y su filosofía). Incluso nos ayudaba a alguna de las dudas que teníamos de la clase de latín (análisis, declinación y traducción). Pero es que en Literatura, dominaba la poesía (le gustaba mucho Espronceda, Bécquer…), nos narraba partes de obras (de Lope de Vega…) y de tal manera, que no nos dábamos cuenta del final de la clase, y eso que estábamos deseando terminar las Matemáticas.

Sus enfados, motivados por algún atisbo de holgazanería, consistían en amenazar con contar a los padres del “susodicho holgazán”,  que su hijo o hija: “¡no valen para estudiar y por tanto, sáquenlo del colegio, y lo pongan a trabajar de inmediato!”, esto con mayor énfasis cuando se trataba de un chico y con mayor benevolencia cuando se trataba de una chica. Inmediatamente del arrebato, se servía un buen tazón de café con leche que se servía de un termo, que siempre llevaba consigo, y que parecía tener una capacidad sin fin.

Cuando llegaba la hora de la clase de Matemáticas, casi todos estábamos tensos, pero enseguida nos tranquilizaba contándonos cualquier anécdota, del partido de futbol del día anterior, de algún descubrimiento científico, de una historia dinástica, de alguna terminología derivada del latín, le encantaba recitarnos versos cortos de los grandes maestros de la Literatura, nos recomendaba obras de teatro, películas de cine o libros de lectura.

Arremetía de inmediato con las matemáticas y la geometría, sin que nos diéramos cuenta, salvándonos del mal trago de los nervios, con una destreza y una agilidad singular.

No suspendió a nadie al final de curso, y eso que nos exigía el cumplimiento de los deberes a rajatabla. A la vez, exigía que si alguno de la clase no había, medianamente, comprendido una determinada explicación o problema, se aplicaba con el correspondiente, hasta que lo conseguía, durante o fuera de la hora de clase.

Como todos, padres y alumnos, lo teníamos por muy buena persona, al final del curso se le hizo un regalo, que a él, le hizo muy feliz. Un traje a medida con su camisa, y corbata, en sustitución del raído que llevaba de tanto visitar la tintorería. No obstante, la camisa tenía el cuello con una capacidad, que abrochada, le hubiera cabido por la cabeza sin tocarle una sola oreja, de lo extremadamente delgado que era; pero él, decía que le gustaba así para que no le molestara, ¡desde luego que no!

Cuando iba de paseo, presumía con orgullo de su nuevo traje y saludaba con mucha cortesía a cuantos conocidos se cruzaban con él.

Siempre recordamos a Don Roberto, cuando me encuentro con alguno de mis pocos  compañeros que aún coincidimos de vez en cuando. Persona tan versátil, con una cabeza bien armada, con una sabiduría tan bien distribuida y con el método Maestro de desear fervientemente ser entendido y el afán de demostrando que cualquiera podía aprender lo que él trataba de enseñar.

Estoy convencido que esta persona, Don Roberto, ha sido de los mejores Maestros de cualquier época, pasada, presente o futura. ¡Mi mejor Maestro!